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  • Foto del escritorPaola Iridee

Una naranja

Una mañana común de una escritora con déficit de atención

Bienvenid@ a mi vida


Una mañana, una mañana linda…



Esto es así. Despierto. La versión de Café Tacuba de una bonita canción es la elegida por mi cerebro –no por mí, porque en esto no me toma en consideración- para ser la primera pieza del soundtrack del día. Volteo hacia la ventana y escucho a los pajaritos mientras mis ojos se deleitan con los pequeños árboles de aguacate que se ven desde la ventana. Comienzo a divagar sobre lo mucho que me gustaría no ir a la oficina pero sí escapar de esta sociedad demente e irme a vivir a la selva o a lo alto de una montaña, en el bosque, construir mi refugio, sembrar mi comida… aunque también podría dedicarme a viajar por el mundo con tres pesos. Bueno, con cinco. Si muchos lo hacen, no debe ser tan difícil. ¡Bah, pero qué estoy diciendo! Son ricos. Tienen ventajas económicas que yo ni en sueños. -Déjalo ir- me digo. -Mejor ahorra. Trabaja y ahorra. Si dejas de abusar tanto del Oxxo de abajo del edificio, es probable que empieces a ahorrar como sesenta pesos diarios.


Tengo razón. Debería dejar en paz al Oxxo, ni siquiera necesito todo lo que compro, sólo es un pretexto para salir y no morir ahogada entre bromas pesadas, música a todo volumen y buenas almas creativas condenadas al godinato. Por eso fumo; me da una cierta sensación de libertad. La gente cree que uno es esclavo de sus vicios, y como está en la ley mental de todo mundo, un esclavo no puede desobedecer a su amo, así que… ¡otra razón más para escapar tantito!


¡Ah, el trabajo! Mierda, no me he levantado y sólo he seguido divagando, como siempre. Mi mente se debate entre tomar las riendas de mi vida o hacerse pendeja otro rato. Pero no: gana el juicio. Ahora sí me levanto. Salgo al baño como de costumbre y me quedo sentada en la taza contemplando la pantalla fiel de mi celular, mientras scrolleo distraídamente sin realmente fijar la vista en nada. De repente recuerdo que tengo prisa y me dejo de tonterías. Me lavo las manos, miro el cepillo, sé que debo cepillarme los dientes, así que lo dejo listo, sobre el lavabo. Pero primero, debo comer algo. Sí. Las necesidades básicas de uno son importantes, debería hacer eso primero. Toco la perilla de la puerta que lleva de vuelta y me retracto. Siento que debería estar haciendo otra cosa. ¿Mis mensajes? ¡Anda, sí, justo eso: mis mensajes! Checo Whatsapp y me percato de que tengo un montón de ventanas sin abrir, pero ninguna que me interese contestar en ese momento. Regreso a Facebook. Vuelvo a scrollear. Me reprendo a mí misma por caer de nuevo en el vicio digital y aviento el teléfono en el tapetito felpudo a los pies del sagrado trono de porcelana.


Cuando vuelvo al mundo real –muy diferente a ese minisantuario cubierto de azulejos- decido que me haré unos huevos revueltos. No, estrellados. Son más fáciles de hacer. Saco los huevos del refrigerador –no los metafóricos, porque esos siempre los traigo puestos- y volteo hacia donde está el frutero. Hay una naranja y se ve hermosa. Quiere que me la coma y yo me la quiero comer. ¡Oh, pero primero debería sacar lo que me voy a poner hoy! Naranja, naranja… empieza a sonar en mi cabeza la versión de Café Tacuba de “Una mañana” y empiezo a sustituir “mañana” con “naranja”. Una naranja liiiindaaa…


Voy caminando hacia el cuarto para sacar mi ropa y recuerdo que debería estar preparando los huevos, para que estén listos en lo que me cambio. ¡Mierda! Se me va a olvidar que quiero la naranja, la dejaré afuera. No, no me leas así con esa cara, todo tiene una explicación: en algún momento pasaré por ahí, veré la naranja afuera, y me acordaré de que quería comerla. Tal vez me la coma.


Ya en el cuarto, empiezo a seleccionar el atuendo de hoy. Es verano, así que debe de ser algo fresco. ¿Amarillo? Sí, amarillo, como el sol. Me gusta el amarillo, ¡amo el amarillo! Saco una blusita de ese color. Me pongo sólo los pantalones de mezclilla y camino hacia donde están los huevos para ponerlos en el sartén que todavía no he puesto a calentar. Me entra un impulso por regresar en ese mismo momento a ponerme la blusa amarilla, pero lo resisto. Dejo a los huevos, el sartén y la parrilla hacer su trabajo natural. Justo cuando voy de regreso al cuarto, miro el lavabo. EL CEPILLO DE DIENTES. Ahí está: reposando y esperando impacientemente por mi mano para introducirlo en mi cavidad oral y dejarla aseada. Recuerdo que todavía no desayuno y que probablemente mi aliento quedará oliendo a huevos y no a menta, pero no importa: me lavo, porque sé que si no lo hago ahora, correría el riesgo de olvidarlo. No correré ese riesgo.


Después del ritual de guapeamiento básico, me pongo la blusa amarilla y quedo lista. Regreso a ver si los huevos están bien. También están listos. Los echo en un tupper y los guardo en mi bolsa. Salgo por la puerta y me encamino al trabajo. Se me olvidó la naranja, pero probablemente no me dé cuenta hasta que regrese. Marcho triunfalmente, como si la mañana me sonriera, y me introduzco en el carro para iniciar felizmente un nuevo día.


Así que, si se preguntaban cómo es estar en mis zapatos o cómo diablos funciona el interior del cráneo de una persona como yo, bueno, pues funciona así. Por eso, si no me aprendo el nombre de las calles de mi cuadra, dejo afuera cinco vasos con diferentes bebidas o se me olvida cómo jugar a las cartas y tienen que enseñarme ocho veces en el mismo mes, piénsenlo dos veces antes de juzgarme por tonta, que no tienen idea de todo lo que pasa por mi cabeza en quince minutos.


Una naranja… una naranja liiindaaa…

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