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  • Foto del escritorPaola Iridee

Lejos de mí, cerca del mundo

Son más o menos las diez de la noche. Juego algo de cartas con mi pareja, en el suelo, mientras el gato se revuelca sobre ellas; nosotros riéndonos de cualquier cosa e intercambiando las típicas miradas de dos bobos enamorados. De fondo, empieza a sonar una canción: The trip, de Still Corners, y cambia todo el paisaje en mi cabeza. De pronto me encuentro dentro de mi auto, en carretera, yendo a ninguna parte, con la certeza de que nada podía estar mejor que en ese momento, con esa sensación de paz y de libertad que sólo consiguen los presos cuando logran escapar unos instantes de la cotidianidad que no les gusta. Con ese recuerdo, mi mirada se pierde, mi sonrisa tonta se desvanece por un momento y mi mente se va lejos. Él lo nota; me pregunta qué pasa, y es lo único que le sé decir: que me acordé de aquellos tiempos en que mi vida era un basurero, en que yo misma era un Caos sin límites y que lo único que me calmaba era la sensación de huir.


Sí, lo recuerdo bien: lo que era enfrentarse todos los días a una realidad que te cala la estructura ósea de tus sueños, donde el mundo llega como un mar implacable a erosionar con rabia los valores y convicciones que tantos años te llevó forjar. Entonces no sabía nada de la vida ni de lo que estaba por venir. No creía que hubiese una mejor salida de ese torrente que escaparse a las orillas para que la corriente dejara de arrastrarte por unos segundos. Lo dije ya antes: mi vida era un caos. Mi casa, mi cabeza, mis relaciones con la gente que me rodeaba. Mi corazón era el de un huracán que no tiene calma nunca, que nace y muere diario en el mismo ojo de la entropía, y que resurgía cada que salía el sol.

Nunca había calma, ni siquiera en el silencio. Dentro de mi cabeza, tampoco existía silencio. Yo había soltado a los perros y se me habían ido con todo y correa, perdí el control total de mis impulsos y ya no sabía qué esperaba de la vida. Ésa fue la época en la que más alejada estuve de mí misma. Era como una niña asustada queriendo ser adulta, dentro de una esfera turbia en la que odiaba estar y que quería romper para salir corriendo lo más lejos que se pudiera; una niña aprendiendo a ser adulta en el mundo real, que distaba mucho del que se había imaginado al salir de la carrera. Nada de grandes olas a las que se les podía montar fácilmente para surfear, sino maremotos que se tragaban barcos cargueros en un instante.





Mi conciencia se había hecho oscura y se había evaporado lejos, hacia un cielo que ya no recordaba; no distinguía lo bueno de lo malo, aunque me lo llevara repitiendo toda la vida, y ni siquiera sabía quién era yo; lo único que me unía a mí eran pequeños, frágiles hilitos de conversaciones profundas esporádicas, buenas películas o canciones que me escupían en la cara lo estancada que estaba mi alma. Estaba tan lejos de mí, que ya no tenía ni las ganas de sostener una pluma o de poner un dedo sobre las teclas con que había estado trabajando todo el día, incesantemente, en una faena que aborrecía, porque era lo que siempre no-quise: convencer a la gente de consumir mierda que no necesitaba, nublar más su juicio marchito para hacerles creer en espejismos que rescataban su existencia y les daban un poquito de luz en el abismo, como si esa fuera la única fuente que había.


Considero pertinente decir que aprendí mucho en esa época; conocí a mucha gente buena también. Gente que me sacaba la cabeza de vez en cuando al darse cuenta de que me estaba ahogando. Gente que me ayudó a mantener unidos a mi voluntad los tendones de la magia de creer y transformar la realidad. Pero también estaba esa otra gente -casi toda- que se empeñaba en hundirme más, aunque yo ya hubiera dejado de patalear hacía rato. Aun así, seguía adentro el deseo de hacer algo grande, algo que valiera la pena y que cambiara el Mundo para siempre, implantado como la vida en el útero de la Tierra, esperando pacientemente el momento para resurgir. Pero no tenía la fuerza ni las ganas; no tenía hacia dónde direccionar mis raíces y lo poco que me levantaba, cuando no estaba de mochila, era salirme a la azotea de mi pequeño departamento rentado y observar la luna con un café hecho en pocillo. Entonces volvía a mi cuarto, me fijaba en todas las libretas apiladas esperando a que las escribiera, y les decía de nuevo “mañana será otro día”; esas palabras que resonaban en mi cabeza eran lo mismo un alivio que una bola de plomo haciendo estragos mis engranes. Me calmaba decirme que estaba bien que ya no quisiera hacer nada, que diario llegara cansada e insuficiente para hacer lo que amaba, porque me estaba ganando el sustento, ese café en el techo con luna blanca arriba. Pero también me carcomía el cerebro como cisticercos el hecho de saber, muy en el fondo, que me estaba volviendo una mediocre cansada de vivir. Luego me metía en la cama y deseaba con todas mis fuerzas que hubiera en el cuarto otra compañía que no fueran las arañas del techo.





Cuando todo lo que ves está oscuro, la luz que se refleja en la niebla es la única en la que te fijas; corres detrás de los velos, creyendo que del otro lado estará la salvación, pero nada. Detrás de los velos sólo había más oscuridad. Después de las cervezas y de las risas, y de los besitos tontos y de las huidas post-oficina, estaba otra vez el abismo, cada vez más profundo. Y cuando eso es lo único que encuentras, se convierte en todo lo que existe. Tan lejos de mí y tan cerca del mundo. La verdadera luz llegaba de repente, en espontáneas raciones de viajes de fin de semana; esa que me permitía tomar el aire suficiente para no morir.


Me gustaba esa sensación de libertad especial que me llegaba cuando estaba escapando de todo lo que me desgarraba. La guarida era la naturaleza, mi nueva casa, la independencia que me acababa de ganar por tres mil quinientos pesos al mes. Y el escape, el único escape, eran esos tres o cuatro días afortunados en los que me iba sola con mi mochila de viajero a lugares en donde nadie me conocía. Ahí era donde me reencontraba conmigo, donde volvía a agarrar valor para abrazarme y decirme que yo seguía ahí. Nada de lo demás tenía sentido.


Después de un par de años, platicando con mi mejor amigo, llegué a la conclusión de que llevaba un rato siendo justo la adulta que nunca quise ser: borracha, irresponsable, consumista, sin control, que se bebía el vacío en el fondo de seis tarros de cerveza y que ya sólo jugaba a sobrellevar la vida. Ni siquiera creía en que el amor existiera fuera de mí o que pudiera encontrar a alguien que no saliera disparado al intentar adentrarse en el corazón del huracán que yo era. Tampoco creía ya en el futuro de mis letras, en la reconciliación con las mujeres o en que mi propia vida valiera de otra cosa más que para tirar de la máquina.


Perdí el trabajo, perdí amigos, perdí la casita que rentaba y el poco apoyo que me sostenía. Me dijeron que valía nada y lo creí. Yo misma percibía el hedor de mis entrañas, de todo lo que creía antes pudriéndoseme dentro. Cuando dejas de ser tú, ni siquiera te puedes amar a ti. Entonces, decidí sumergirme de lleno en la inmensidad que llevaba tiempo esforzándose por tragarme. Cesé de luchar y también de huir. Me dejé caer suavecito hasta el fondo del vacío, y ahí encontré el impulso para subir. Mis pies tocaron el suelo y pudieron alzarme. Luego la vida, extrañamente, me escupió hasta la costa. Algo decidió salvarme.


Afuera ya no me ahogaba, pero tampoco recordaba cómo respirar. El aire no era suficiente para dejar de sentirme cubierta de mierda. Caminé un poco, y conforme avanzaba, la peste se hacía costra y se iba desprendiendo. Algunos cuántos amigos y un poeta me ayudaron a limpiar lo que quedaba. Empecé a recordar que amaba las letras, de dónde venía y lo que quería hacer. Todo se volvió más claro y la gente que llegaba, me compartía luz. Después de otros intentos de trabajo, de hogar y de vida, encontré calma.


Ahí lejos, estaba él: sentado, distraído con sus propios pensamientos y pesares; la misma carita del que ahora veo tumbado en el suelo, jugando a las cartas conmigo. Me acarició, me besó el polvo y le miré las grietas. Eran como las mías. Habían comenzado a salir plantitas aún muy frágiles para encontrar el sol. Estornudé pasado y la entropía que llevo dentro se estampó en sus gafas. No escapó. El resto, es historia para otras hojas. Soy un caos, siempre lo he sido, pero si me preguntan por qué con él sí funcionó, les diría que porque ha sido el único que me ayudó a encausar toda la energía que se me desbordaba sin tratar de apropiarse de ella o de apagarla, el que, al mismo tiempo, me encendía desde el corazón lejano al que nunca antes entendí.


Ahora regreso a las cartas, con el recuerdo apaciguado. “Ya no necesito huir”, le digo. Yo siempre he sido mi mundo, pero ahora encontré mi casa. Mis letras, mi energía infinita, mi amor por la vida: todo está de vuelta. Está la gente que debe estar, tengo mi propio espacio, mis plantas, un gato; creo en mí otra vez y me lo demuestro. Cuando llego a casa, hay mucho más que arañas observando desde el techo y mi cama tiene espacio para dos. Cuando duermo sola, tengo paz. Y cuando duermo a su lado, tengo todo. Las olas siguen ahí, pero otra vez tengo valentía para surcarlas. La isla es segura, pero el mundo es el mar, allá fuera; lo que necesitas no es quedarte a observarla en la orilla, sino construirte un barco que lo resista y una tripulación que decida atravesar contigo las tormentas y la calma.

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