A Sara le gustaba mirar por la ventana. Su vida se reducía a seis días por semana de aislamiento casi total del mundo y a uno –si le iba bien- de visitar un lugar algo más grande en donde podía “esparcirse” un poco.
Todas las mañanas se levantaba con un montón de energía que bien podría llevarla a explorar y conquistar el mundo, pero no: no se lo permitían. Tenía todas las cosas que quisiera, la comida no le faltaba y era bien apreciada y solicitada por los que la rodeaban, pero no podía salir de su pequeño mundo, y esa era la única cosa que le importaba. Lo que podía tener del mundo exterior era lo que intuía, y las vagas sombras que había podido rescatar de sus recuerdos más tiernos, pero nada más. “Afuera” solamente era un espejismo, y lo que más se le asemejaba era esa ventana enrejada por la que miraba todos los días, esperando que algo, en algún momento, llegara a sacarla de ahí.
Arelí era la única persona que sentía algún grado de tristeza por lo que vivía Sara. De repente la observaba ahí, pegada en la ventana, y se le revolvían las tripas de pensar en lo que pasaría si estuviera en su lugar. Era una crueldad y lo sabía, al menos una parte de ella, pero no iba a hacer nada para cambiarlo; Arelí era la persona que había puesto a Sara ahí.
Uno de tantos días, se sentó en silencio a observar a la desdichada mirar la ventana, sin que se diera cuenta, y la invadió un sentimiento terrible que la hizo sentir desolada, con un vacío. Pasó su mirada a la parte inferior del marco de la ventana y el pensamiento de que la situación de Sara era algo aceptado en la sociedad mitigó su dolor; “Quizás a Sara no le afecte tanto. De todas formas, éste lugar es lo único que conoce, y es como su casa, su hábitat natural”. En parte, sonaba lógico: muchos dicen que no puedes extrañar lo que nunca has tenido, pero…. sí lo puedes añorar, ¿no? Los sueños existen…
Arelí terminó de convencerse de que su pensamiento era acertado; hasta cierto punto, tenía un grado de realidad, pero algo dentro de ella le seguía carcomiendo: la situación también era la suya. Arelí soñaba desde siempre con hacerse a la aventura, dejar todo atrás: vivir una vida nómada en la naturaleza, andar por senderos que nunca había pisado, sentir los ríos correr bajo sus pies, la vida en las brazadas como alas de agua, el pasto intercalándose con los dedos de sus pies, el viento penetrando en cada poro. En vez de eso, tenía el aire acondicionado, cuatro paredes con escenarios intercambiables según la hora del día y una jungla de concreto en la que los depredadores más grandes y crueles eran de su propia especie. Estaba dispuesta a perder todo eso, su estabilidad conocida y ensayada, con tal de obtener de vuelta la libertad que sus ancestros habían perdido a cambio de cierta seguridad, pero no eso tampoco era posible: había nacido humana, en un lugar en el que era imposible vivir como individuo. Acá, la individualidad sólo servía para mantener un sistema de consumo per cápita que sólo funcionaba para sí mismo, dentro de sí mismo. Afuera no era nada, pero ese “afuera” se veía tan lejano que era casi fantasía.
Existir enteramente como ser humano había cambiado por la modalidad de engrane, enfocando cada uno de sus días a cumplir un función única de las decenas que era capaz de hacer. Ella quería ser libre y, en vez de eso, pasaba la mayor parte de sus horas en una oficia, mirando a pequeños intervalos por la ventana de un corporativo. Y a pesar de que nunca había dejado sus tierras, añoraba conocer lo que había detrás de las fronteras: de las de su país y de las propias. Sabía que existía algo más, pero ¿cómo verlo? ¿Y cómo se puede hacer tangible algo cuando no se tienen referencias ni tiempo para inventarlas? Todo esto, en conjunto, era la razón por la cual sabía cómo podía sentirse Sara; Sara era su gata, la que todos los días miraba por la ventana. Y Arelí la había puesto ahí, porque es más sencillo decir que te necesitan a decir que eres tú quien necesita de los otros, que son ellos quienes te salvan y no al revés.
Ella le había impuesto a la gata una vida prisionera a cambio de comida, juguetes y mimos, diversión precaria y finita, refugio permanente –el mismo que era su prisión- igual que a ella le habían impuesto un mundo que nunca decidió. Entonces comprendió: también nosotros somos gatos mirando por la ventana.
La chica fue a prepararse un café después de eso. Maquinalmente, sirvió agua en su taza favorita con dibujos marineros, la metió al microondas, una, dos cucharadas de café, y las revolvió. Le dio un pequeño sorbo antes de mirar la hora en la pantalla de su celular; “ya es tarde… mejor me voy. No vaya a ser que me despidan”. Salió de su casa, y Sara la gata se quedó mirando la puerta desde la ventana.