31 de agosto de 2016
No empezaré con un nombre porque no hace falta. Hoy encontré en el buzón de mi casa la carta que me mandaste hace ya casi cuatro años, cuando estabas en Buenos Aires. No tengo idea de por qué llegó hasta ahora, pero sí puedo decirte que llegó en un momento preciso, como siempre, justo antes de olvidar. Y sé que puede no ser lo más importante, pero esta vez no lloré. Te lo digo porque siempre lo hacía.
Desde que recuerdo, tuviste un tino maravilloso para saber cuándo reaparecer; cada que te ibas por un tiempo, llegaba a mi casa repentinamente algo de tu parte, recordándome que estabas ahí, que me amabas, que querías estar. Y aunque hubiéramos pasado varios meses sin dirigirnos siquiera una sonrisa, un “buen día” o un “soñé otra vez con las olas”, esa pequeña cosa que llegaba de imprevisto bastaba para volver la mirada hacia ti. Quizás lo que hizo a esta vez diferente fue que el objeto llegara a mí casi maquiavélicamente a destiempo y sin tu consentimiento, o quizás sólo es que ya no soy la que fui. Y no es como que hayas perdido tu peso –en mi mente, nunca fuiste ni serás liviano; trazaste surcos que todavía pisan mis zapatos- pero supongo que, en algún momento, aprendí a dejar fluir.
Es curioso cómo puede cambiar tan radicalmente la vida, volverse tan diferente a como la pensabas...
A veces rememoro el pasado en común y me da por poner esa lista especial de canciones que era sólo tuya y mía, y entonces todo el mundo –nuestro mundo- me cae encima como una ola de metro y medio cuando estás metidito en el agua. Aún recuerdo –siempre- cuando nos mojábamos con la lluvia, y cómo corríamos y nos la pasábamos riendo, frente a frente y juntos, porque sabíamos que éramos uno solo en esto y que, en ese momento, no importaba nada más.
Recuerdo lo que todo eso, el mojarnos bajo la lluvia con descuido, nos llegó a significar: “el mundo puede ser adverso, pero nosotros sabemos usarlo a nuestro favor: seguimos riendo”. Sabíamos que, estando juntos, lo podíamos todo. Y ya que nos ponemos sinceros, tú a través de una carta que tiene casi cuatro años y yo en este papel, te confieso que todavía pienso en todo lo que tendríamos para contar si no te hubieras ido. Hubiéramos podido ser tanto… no hubiese faltado una sola cosa. Por eso es triste abrir los ojos; darme cuenta de que lo que habíamos soñado, ya no está ahí. Un día estás imaginando la vida con una persona, y la amas, y tienes la certeza de que la quieres para toda la vida, ¡y de repente…!
Todo lo que habías planeado, lo estás viviendo con alguien más; todos los sueños, los anhelos…
La casa con motivos marineros y ese frasco con monedas recolectándose para viajar, la sala de estar con mapamundis, el estudio pintado de verde que sólo iba a ser para ti, ya no están. La realidad es otra, y es diferente todo. La sala es color marrón y no hay adornos que expresen el gusto de los dos. No vino tinto sino cerveza tibia y ventanas a medio cerrar. No el incienso y cafetera, ni las lucecitas puestas en los cuartos para inspirarnos los dos; sólo la gran luz de la conciencia que me avisa no estar en donde debería.
Lo sé: suena tonto. Son pequeños detalles todos ellos, pero sabes bien que cada cosita conforma una realidad distinta y a mí me hacen falta esas paredes rayadas. La casa ahora tiene relojes que hacen tic-tac sin que le moleste a nadie; no hay quien se exaspere por la cotidianidad. Es una casa desprovista de ese par de locos que se quedan despiertos hasta la madrugada y bailan tango torpemente a la media luz de una computadora; unos locos con caminos perfectamente dibujados el uno al lado del otro.
He de decir que extraño eso: los paseos nocturnos y las perdidas, el no hacer nada lejos, pero hacer de cualquier banqueta un mundo nuevo. Siendo sincera, no hay algo que no extrañe, y es que lo nuestro se trataba de hacer extraordinaria cualquier cosa. Todo nos pertenecía porque nos teníamos. Pero ahora, ¿qué te digo? Con suerte conservamos la voz, y aquí, no estamos. No aquí.
Cada día me siento caminar más a tientas, pero ya no me importa andar a gatas y eso es lo peor. En qué me he convertido, no he de saberlo, pero dime, lo que ahora soy, todos los cambios que he hecho ¿te harían devolver la mirada hacia mí? Si es que ahora soy otra, ¿serías feliz así? ¿Me usarías también como una de tus modelos, o seguiría siendo una virgen sagrada, intangible, colocada en un estante?
He de decir que, desde esa última vez que nos vimos, la vida se me fue en una mala jugada. Ninguna de las cosas que hice, la hice queriendo; todo fue sin conciencia y sin alma. Sé que no es poco tiempo, y es que en estos años me acostumbré a estar sin mí. Todo lo que tenía, no está ahora, ni todo lo que quería ser. Faltan mis sueños, mis ganas de levantarme cada mañana y luchar por algo. Parece que nada de lo que hago ahora tiene mucho sentido, y es que el conformismo se volvió mi forma de llevar las cosas. Evado reparar en lo difícil que es, en realidad, conquistar al mundo como quería; nada es tan fácil como pensé.
Sé que se escucha mediocre, pero ahora no vale como antes este suelo en el que existo; mi todo se ha convertido en una vida que no desafía la realidad con sueños guajiros y un poco de demencia; es una vida aburrida y sin ti.
No sé qué más decirte, creo que queda todo claro: te extraño, sigues siendo la persona con la que me gustaría mirar cada película, pero yo lo sé: no regresarás, no por ahora. Tampoco lo pensaba hacer yo, no te preocupes. Aprendí que no es coincidencia que todo, después de arder, quede apagado, y que aun esa llama rojo-vivo no sea suficiente para salvarlo del gris. Es la ley de la existencia: si se vive, se tiene que morir; ¡para eso se vive! Y nada más hay por hacer. Los filamentos rojizos en las grietas del papel son sólo para recalcar lo mucho que va drenándole la vida por las venas. Creo que lo difunto se queda así porque la cabrona naturaleza nos quiere dejar bien en claro que los muertos no resucitan y que nada recupera su color.
-Sólo se queda el gris. El maldito gris.-
Lo único que sé es que mis abrazos todavía llevan tus manos, mis hombros siguen dispuestos a tu peso, mi manera de amar lleva tu sello. Sé que hay caminitos de ti en todos los rincones –y avenidas principales- de mi vida, y que quizás al final era cierto: todos mis caminos conducían a ti. Lo firmo con la misma certeza de que sé que lo seguiré sintiendo toda mi vida, esta que era más tuya que de mí. No atino a decir otra cosa.
Han pasado casi cuatro años desde que dejaste de escribir, y aun la tinta se sigue impregnando en las hojas…