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Foto del escritorPaola Iridee

Kataware-doki


“Homo homini lupus”

-Plauto

(Frankl tenía razón; en condiciones

desfavorables, el hombre se transforma... en una bestia)

Siento la desesperación de toda una generación en mi pecho. Me duele pensar en la -¿remota?- posibilidad de que no podamos hacer nada, de que en verdad seamos seres ínfimos, inválidos, quebrados. Mutuamente nos soltamos la mordida, directo a la yugular, todos contra todos como perros callejeros, asustados por ganar lo jodido pero lo único que hay en el basurero; aún nos creemos lobos alfa [ridículos lobos mutilados, canes falderos ladrándole a la calle].

Una vez alguien dijo que el hombre es el lobo del hombre ¡y tenía razón! No sólo somos el lobo, sino la herida. No somos sólo la sangre, sino el cadáver. Nos arrastramos los unos a los otros sin rumbo ni sentido, pero creemos caminar aunque rodemos en círculos. Luchamos por mostrar que podemos cambiar las cosas, que cambiamos, que nos cambiamos, y sin embargo, seguimos igual. Matamos el tiempo imponiendo medias verdades y edificando mundos alrededor de ello, como si fuese absoluto, para luego destruirlo todo y empezar otra vez de cero. Y mientras, el tiempo fluye como en auditorio y se nos va la vida en el escenario, interpretando lo que no somos.

Seguimos prefiriendo el odio efervescente que brota de las diferencias entre “tú” y “el otro” a intentar que funcione. Gritamos con rabia para defender el punto propio y queremos hacer como que nos creemos algo más que nada, pero la verdad es que nos cuartearon las alas y por eso no sabemos hacer otra cosa más que gritar-correr-huir, fingiendo siempre saber hacia dónde vamos. Sólo corremos el tiempo en círculos -¡nuestro tiempo!- como si importara un pito desperdiciar lo poco que tenemos, y ahí se nos va la vida. Ahí… en el círculo.

Justo ahora rememoro el principio y decido llamar de nuevo a la posibilidad remota –a Dios ruego que sea remota- de que no valgamos aquí de nada; me doy cuenta al momento de que Dios no me escuchó. No nos damos cuenta de que somos quienes cavamos desde el principio la propia tumba, y ya ponemos el epitafio: “Era verdad: vivir nunca tuvo sentido”. Y en efecto, es que tal vez de verdad no valemos de nada, y que mis lágrimas –y las de todos- no fecundan en otro ser humano la semilla de ningún acto, ninguna chispa de compasión ni bondad. Nacemos, crecemos y vivimos para raspar, arañar paredes, soñar y asfixiarnos luego. Si es así, entonces sí estamos perdidos. El hombre es el lobo del hombre.

Si ésta fuese una carta contra el tiempo, me gustaría dejar el mensaje claro: nos están ganando. El tiempo, el dinero, las redes sociales, el cine taquillero con que aliviamos la realidad. La tele, la pedantería, el hombre civilizado y su estúpido progreso, todo lo innecesario, los empresarios que se hacen ricos a costa de quienes han perdido sus sueños, esas ratitas por millares cuyas vidas ya no valen un carajo.

Esto es una protesta, es una maldita protesta porque no todo lo puede uno solo, porque no todo lo que está mal en el mundo se empieza a cambiar porque uno sea respetuoso, honesto, trabajador, dedicado. Porque importa un bledo la cultura en un país en donde gobiernan los jodidos, sin importar lo ignorante o lo podrida que tengan el alma, y porque somos una enfermedad que se ha esparcido por el mundo.

Este es un escrito desesperado, un mensaje de auxilio para quien necesite unir su voz al grito; es una convocatoria sin muchas esperanzas, como quien da las últimas patadas antes de ceder al profundo infinito.

Ojalá que todos los que queremos, no nos quedemos sentados, sin saber ni en dónde asestar el golpe ni para qué querer hacerlo. Ojalá que no nos convirtamos en otra más de las generaciones que se hunden y se pierden todas cuando el piso se quiebra bajo sus zapatos. “Si se me permite expresar mi deseo: ¡quiero vivir!”. No quiero calles silenciosas si por ella caminan sólo los muertos. No quiero líderes que digan “Dios” si en su nombre se matarían a cientos. No quiero que la gente traiga en la boca la palabra “amor” si junto a “amor” sólo comprenden “cadena”. ¡No quiero que “se calmen” si la calma es el silencio mortuorio que ocultan tras el símbolo de “PAZ”! Y si eso es la paz, que no la haya.

Si a este mundo sólo venimos a traer destrucción, ojalá que logremos pronto la nuestra. Y ojalá que el último de nuestros hombres yazca rendido, como un costal en el suelo, conforme de lamer los nutrientes en el polvo de los mismos zapatos, y que al dar el último grito ahogado, al menos sepa admitir:

“Hemos perdido, hemos perdido…”


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