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Foto del escritorPaola Iridee

Jardinero... (Cacciatore, fragmento)


Era verdad que el pequeño Paulo casi siempre estaba solo. Era verdad que a veces su único refugio era él mismo, y que por eso era tan fantasioso y ensimismado. También era verdad que casi no había niños por ahí y que pronto se aburrió de jugar solo y decidió crear sus mundos, o leerlos en la vasta biblioteca de su tío.

Sí, era verdad que Paulo era un niño solitario, pero no siempre estaba solo; existía un tiempo que era sólo suyo: Algunas tardes de ciertos días, el reconocidísimo y pudiente Doctor Schoonhoven pasaba a ser simplemente Immanuel, El Tío Immanuel, y entonces, sólo en ese momento, Paulo sabía que tenía una familia.

Tío Immanuel tenía, en uno de sus numerosos jardines de la casona, un invernadero en el cual había todo tipo de plantas, por supuesto. Pero sobre todo flores. Tío Immanuel era amante de las flores, qué digo amante, ¡fanático! Y su rostro se llenaba de júbilo cada vez que el pequeño Paulo Ambrogio le tomaba por sorpresa y le hacía preguntas sobre ellas. Para Immanuel, era su momento de escupir la inspiración de musas que le provocaban sus "niñas", y para Paulo, era su momento de sentirse perteneciente a algún lugar, a una familia; era el momento en que Tío Immanuel respondía a todas sus preguntas. Aunque Immanuel y su sobrino no podían pasar mucho tiempo juntos, él adoraba los momentos con el niño. Y entonces, también para el Doctor Schoonhoven era el momento de enrolarse en su papel de tío, y trataba de responder a toda clase de cuestionamientos que se le ocurriera hacer a su sobrinito.

-Tío Immanuel, ¿cómo haces para cuidar de tantas flores?

-Verás, pequeño; siempre organizo mis ratos libres y trato de darle a cada una el tiempo necesario, porque creo que se lo merecen, ¡claro que sí!

-¿Crees?

-¡Estoy seguro!

-¿Y por qué?

-Porque todas son bellas, por eso. Y porque todas tienen su propio color y su propio aroma y…

-¿No te da pereza cuidar de tantas, tío?

-¡Por supuesto que no!- dijo con una inflexión marcada. -pero es cansado, he de admitirlo.

-¿Y por qué no dejas que las cuide alguien más?

-Porque estas flores son mías, no podría dejar que alguien más cuidara de mis flores. ¿Te gustaría que alguien comiera por ti? ¿Se te quitaría el antojo de uno de esos chocolates suizos si alguien más se lo comiera?

-No…

-¿Ahora entiendes?- dijo con voz suave y dulce, mientras lo estrechaba contra su hombro y le acariciaba el negro cabello.

-Entiendo. Pero… ¿y qué pasa si ya no puedes cuidar de todas las flores? ¿Qué pasa si algunas flores se empiezan a marchitar?

Al momento de oír eso, Tío Immanuel sonrió. -Entonces es momento de dejar aquellas flores en otras manos. Buenas manos.- dijo.

-Pero tú habías dicho que otro no podía cuidar de tus flores porque eran sólo tuyas.

-Bueno…- su voz vibró con una leve risilla. –Lo que pasa es que no debes permitir que se marchite ninguna flor, y esto se hace no teniendo nunca más de las que se puede cuidar. Las personas no deben de abarcar más de lo que pueden.

-Vale.

-Y otra cosa: nunca dejes de cuestionar nada, así sea yo mismo el que te dice las cosas, ¿estamos?

-Estamos.

-¿Entendiste todo lo que acabamos de hablar?

-Sí.

-Bien. Ahora, enséñame tú.


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