Para todo cuerpo hay alas,
aunque esté roto o viejo; crecer no significa olvidar.
Escucho los carros de fondo; se cuela el sonido agolpado del aire pasando rápido junto a mi hombro y las hojas están meciéndose como si la vida no llegara a detenerse para ellas como lo hace conmigo. Al tiempo que sorbo de mi té ya frío, nuestro quiebre me repasa el dorso como si fuese un puñado de hielo, y entonces todo el viento para, y los carros del fondo se vuelven un sonido hueco.
¿Por qué no pudimos estar juntos?
Es algo que me pregunto cada vez que hay una tarde como ésta, y que yo me encuentro afuera, caminando por las calles mojadas. Me lo pregunto y también a ti, porque se me antoja absurdo: un par de fulanos que se quieren y que están colgados el uno por el otro, pero que se odian cuando se tienen, y cuando no se tienen, también. Y sin embargo, en los momentos de calma, cuando rociábamos con luz nuestra planta y brincaba a tu espalda para jugar al monstruo, sé que los dos nos sentíamos libres, como si no existieran las fronteras por ningún lado, como si el tiempo fuese infinito y todo valiera la pena por un instante.
Ahora debo aprender a caminar distinto, a llevar una vida sin ti. Supongo que habré de ensayar tus faltas para lograrlo, tantear las costras que tengo adheridas al sueño por todas esas veces en que te abracé para volar contigo y me tumbaste porque no querías que te salvara. Empezaré a sustituir la parte tuya que perdí y a rellenar el hueco con algo. No debe ser tan difícil, tal vez ni siquiera note la diferencia…
Te contaré algo: Cuando mi papá aceptó firmar el divorcio, mi madre tomó sus cosas y se fue a otro lado, y una de esas cosas era un cuadro andino que había pintado para él. Mi papá se obsesionó tanto con el agujero que dejó el clavo, que cuando estaba en la casa, no lo dejaba de mirar, y entonces supe que ese agujero se había convertido en EL agujero. Para acabar con su martirio, traté de taparlo con una foto de su familia, pero él la odiaba tanto (a mi madre), que no quería poner nada ahí porque decía que poner una nueva cosa le daría poder. Un día, por fin lo encontré tapándolo con un taquete de madera, luego lo cubrió con resanador blanco y lo pintó cuando estuvo seco. Creí que iba a poner algo, pero no lo hizo; pasaron años. Ahora ni rastro hay del agujero, pero papá sigue mirando el cuadro faltante. Supongo que es un empate: resanador: uno, recuerdo de mi madre: uno. Logró tapar el agujero, pero nada pudo tapar la ausencia del cuadro porque se rehusaba a poner otra cosa. Y estoy seguro de que sigue preguntándose por qué mamá ya no está ahí. Espero que eso no me pase.
Te cuento todo esto porque puede que intente taparte, pero sé que volveré otra vez a ti, una última vez, aunque ya todo corre mucho riesgo de irse al carajo. Y entonces sí… ni quién nos salve. Ni quién se acuerde siquiera de que tú y yo estuvimos juntos, tanteando palmas y dándonos besitos en público. Nada de eso.
Aun así, ¿sabes…? Sigo pensando que no me voy a arrepentir, aunque me quede con espacios vacíos; yo a la herida la enfrento, con tal de que me deje hacer con el cuchillo lo que se me dé la gana. Prefiero vivir todo lo que se pueda contigo, ahora, justo ahora, porque no sabemos qué pueda pasar mañana, aunque ambos nos digamos que tenemos reservado el futuro para el otro. Porque prefiero saber desde este momento, de cierto, que quisimos ser un “nosotros” y que siempre lo haremos, y que seguirán pasando los años y llegarán nuestros últimos días, y nos seguiremos preguntando por qué no pudimos estar juntos. Y sé que, al final, voy a sonreír y lo voy a saber; que fue por eso, justamente. Por eso: porque yo preferí estar quince minutos contigo y darnos todo ahí, que esperar toda una vida y entregártelo a cachitos.