No resistimos la caída. Aseguro que hubiéramos sobrevivido a una daga en la boca del estómago, incluso a una bala, pero no a la caída. Creímos que volábamos y eso fue lo que nos acabó: creer. Y no porque fuéramos tontos o actuáramos distinto a los otros, sino justamente porque no nos importó ver cómo eran en realidad las cosas.
“Las cosas”. Tú siempre te burlaste de esa manerita burda que tengo de referirme a lo que no se quiere nombrar, pero a ti tampoco te gustaba nombrar nada. Sé que los dos repudiábamos encasillarnos, Fabián, pero también fue por eso que perdimos: por libertinaje. Y no lo digo porque hayamos sido idealistas, como todos en estos días, ni porque nos gustara quitarnos la ropa enfrente de las plazas públicas y hacer desmadre en cada marcha que podíamos sin importar la causa, sino porque no pudimos denominarnos a nosotros mismos. Nos queríamos el uno al otro –tú más a mí de lo que yo a ti-, pero aun así temíamos nombrarnos; nunca supimos –o quisimos- decir lo que éramos, ni separados ni juntos, y por eso morimos al caer: no teníamos cohesión porque carecíamos del pegamento unificador de las etiquetas. ¿Y por qué? Por miedo. Por eso se me hace absurdo que ahora queramos descifrar en un segundo lo que no quisimos saber mientras volábamos. Absurdos, estúpidos ilusos: eso fuimos, Fabián, y no me digas que no. Ignoramos que el tiempo es corto y que las alas se deshacen después de un rato.
Faltó percatarnos de esto, de todo esto, ¡de que vivíamos en un sueño! Siempre estuvimos volando sin rumbo; no nos interesaba siquiera hacerle la plática al destino y pensamos que no importaba “afuera” porque nos teníamos el uno al otro entre las manos. ¡Pero no éramos fuertes ni poderosos, como nos decíamos mientras jugábamos videojuegos! En realidad jugábamos a no tenerle miedo a nada, pero sabíamos el terror que sentíamos –sentías- de la verdad, de nosotros mismos. Yo, a pesar de mi propia volatilidad, temía perderte porque siempre supe cómo eras –o cómo era yo, y me daba miedo que fueras igual a mí-, y tú te cagabas cuando veías cercano el momento de confesar que tu princesa se llamaba Julio.
Éramos cobardes, más tú que yo, pero jugábamos a ser piratas haciéndole frente al mundo, aunque en vez de hacerle frente, corríamos. Nos volvíamos como migajitas de pan y nos escondíamos en la boca del otro, y cada vez que el afuera venía a buscarnos, nos comíamos y entonces ya nadie podía encontrarnos. Sí, no lo niegues, yo sé que lo sabes bien. Sé que sabes lo que hacía tu lengua, cómo repasaba mis contornos y provocaba mi olvido; tu lengua amasaba mis problemas y mi dolor se disolvía en ella, y tú buscabas de mí lo mismo.
Esas dudas existenciales que escondías, tu indecisión entre pagar la renta de tu casa o convertirte en trotamundos también se reducían al tamaño de una célula cuando estabas conmigo, porque mis brazos, mi pecho, todas mis partes te protegían del más leve roce del viento, y te embebías el mundo entero mientras respirabas dormido sobre mis piernas. Y así tú: cuando hacía frío, tomabas entre tus manos las mías y les devolvías el calor con el vaho de tu aliento; no conocíamos del sufrimiento porque el mundo existía completo adentro de una casa de campaña con vista al cielo. En esos momentos, tú mismo decías que no hacía falta nada más que eso, y era bastante irónico. Yo fui lo que más deseabas, pero no lo que querías, y por eso me odiabas. ¡Ja! Ay, Fabián… yo te quise tanto, que inclusive dejé de lado a muchos de los otros que tenía antes de ti, ¡y los habría dejado a todos! …si no fuera por tu inseguridad, por la rabia que sentías de ti mismo porque fuera yo con quien quisieras estar. Ni modo, ya fue.
Tú me tenías odio porque yo era libre, porque tenía más huevos que tú; porque a mí nunca me dio miedo ser lo que era ni me importaba lo que dijera mi familia, ni que me dieran la espalda todos ellos –siempre me la dieron, de todas formas-. Me tenías odio porque yo podía hacer todo lo que a ti te congelaba. ¡No me lo niegues! Te daba miedo ser puto.
Nunca decíamos lo que éramos frente a otras personas, ¡y yo me moría por gritar a los cuatro vientos que había encontrado a una persona a la que quería volver mi todo! Y todo lo hubiésemos sobrevivido juntos, Fabián, de no ser porque mi propio nombre, “Julio”, no es un nombre de mujer, y el hombre no flota; por eso no sobrevivimos a la caída.
No te gustó darte cuenta de que yo no iba a quedarme ahí por siempre, fingiendo ser algo que no, guardando composturas que poco me importaban, reservándome los besos para cuando no hubiera nadie más. Fuiste un cobarde. Y en cuanto a mí… yo sufrí una caída terrible: me di cuenta de que nunca te fui suficiente. No importó que aseguraras que ahora sí te armarías de valor y le dirías a tu papá que yo nunca fui tu mejor amigo, que con quien ibas a los moteles era conmigo, que el dinero que te prestaba para regalitos no era para “esa niña” sino para mí. No importó ya que me dijeras que podías arreglarlo todo, y que esta vez sería diferente. ¿Te imaginas lo que es eso…?
Hubiéramos podido sobrevivir a una daga clavada en la boca del estómago, incluso a una bala, pero no a la caída. Yo te creí valiente en el fondo, sólo esperando al momento indicado, y morí ahí mismo, en el aire, esperando a que llegaras a salvar esto desde alguna parte. Pero no te preocupes, me siento mal por ti, porque tú morirás esperando a que yo vuelva, y eso es peor. Me seguirás esperando… pero nadie puede volver a un hombre que ni siquiera ha sabido encontrarse a sí mismo.