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Foto del escritorPaola Iridee

El Debraye


El primer debraye que conocí, apareció una mañana. Yo pensaba que se tardaban más tiempo en viajar, pero no; todo fue muy pronto. El debraye se escurrió por debajo de la puerta, se metió a mi cama y me despertó. Yo abrí los ojos y me encontré con él al lado. Fue espantoso. El debraye era algo así como un monstruo. Seguramente sería una obra fantasmal de algún surrealista; ya saben cómo son los artistas. En verdad era horrible, desagradable, pero ¿qué podía hacer? Estaba al lado mío.

Como buena anfitriona, lo invité a desayunar; le preparé unos huevos estrellados y después de eso, no se separó de mí. Él estuvo conmigo cuando me cepillé los dientes, cuando me deshice con las manos los nudos de la cabellera y cuando me encargué de la primera tarea de la mañana. Cuando subí a mi carro para ir al colegio, también vino conmigo. En las clases, creo que él estuvo más atento que yo. El debraye levantaba la mano para todo, y los maestros, impotentes y con cara de disgusto, tenían que cederle la palabra. Entonces él hablaba en un idioma que nadie conocía, pero todos pensábamos que lo que decía estaba bien. La maestra de Geología le sumó dos puntos. El debraye se enorgullecía de sí mismo, con su cara de gárgola asquerosa.

Al finalizar las clases, creí que tal vez se iría, pero no se fue. El pinche debraye se quedó conmigo todo el camino de regreso, y cuando estacioné el carro y caminé hacia la puerta, me siguió el paso. Yo ya estaba desesperada, no sabía qué hacer. El adefesio no se me separaba, y ya estaba empezando a creer que me había tomado un afecto increíble en las pocas horas. Yo odiaba estar con él; ni siquiera entendía lo que me decía. Pero él hablaba y hablaba, como si de verdad estuviéramos teniendo una conversación. Incluso lo escuché reírse algunas veces, o me pareció que había sido una risa lo que oí. –Espero que haya sido una risa.

Pasaron semanas y semanas, y el debraye seguía al lado mío. Se metía conmigo a todos lados; a la cocina, a Flavio –mi carro-, a mi cama, a la regadera… ¿Y cómo podía decirle que se fuera, si no me entendía ni un carajo? Pinche debraye, además de feo, tarado e ignorante. Aunque debo admitir que, por una parte, era agradable tener a alguien que me hiciera compañía sin demandarme tiempo, y que pudiera observarme haciendo cualquier cosa sin juzgarme ni con un solo dedo. Sí, bueno… no era tan malo.

Los meses siguientes, la familia ya se había acostumbrado a él. Margarina ya no lo marginaba a la hora de comer, mandándolo a la sala, y Hefestos ya no ponía su música a todo volumen para no escuchar su horrible voz. Una vecina me dijo que incluso era bonito. ¡¿Bonito?! Bueno… cada quién sus perversiones. Pinche gárgola fea. En fin… el debraye ya estaba oficialmente adaptado a nuestras vidas, al menos a la mía, que era lo importante. Me acostumbré a ir con él a la escuela, a que me abrazara cuando dormía y a que me observara, con la cabeza ladeada, sentado en el escusado, mientas me bañaba. Su cara empezó a parecerme menos grotesca cada vez, aunque seguía pensando que era feo.

De día en día, cumplimos un año de estar juntos. La gente ya no me pensaba a mí sin él: era MÍ debraye, mi feo y horripilante debraye, y yo era suya. Nos amábamos, como se ama con el alma, como se ama a sí mismo: no éramos ni hermanos, ni padres, ni esposos; éramos un Yo. Cuando me entraban mis crisis existenciales, él se ponía al lado mío, en la orilla de la cama, y el sentir en la espalda su mano verde y babosa me reconfortaba. Poco a poco, empecé a comprender su idioma, aunque ni siquiera tuviese sonidos parecidos a los nuestros. Sabía que un “¡sjjjrrlup!” era sinónimo de aprobación, y que cuando quería decir “no”, arrastraba su mano derecha hacia el hombro, la doblaba hacia afuera mientras la bajaba, y ponía sobre su cintura al final. Tal vez suene romántico, pero creo que un “gggrlaclac” combinado con una inclinación de cabeza que me hizo una vez quería decir “te quiero”. Me acostumbré tanto a él, que incluso se quedaba conmigo a presenciar el discurrir del tiempo. Nos sentábamos en el sillón de la sala, frente a la ventana más amplia, o nos subíamos al Cerrito a develar estrellas entre las nubes y la contaminación. La verdad es que terminamos por convivir mucho, mucho tiempo… yo queriendo y no queriendo, y él, con los ojitos de camarón seco cada vez más fascinados.

De pronto, un día sin seña particular, el debraye empezó a actuar extraño. Ya no me seguía como antes, ni emitía tantos sonidos. A la hora de comer, no me miraba, y jugaba con los chícharos encremados que tanto le habían gustado una vez. Yo no comprendía lo que pasaba; sólo notaba que cada vez que me ponía a escribir o a pintar, él retrocedía y se aislaba, como si lo estuviese relegando por hacer mi arte. A él no le gustaba que hiciera arte. Pavlova, la nueva Margarina, empezó a postergar las horas de comida por culpa del debraye, que ya no quería sentarse a la mesa con nosotros, ni jugar con el gato, ni mirarme mientras me bañaba, desde el escusado. Hubiera querido preguntarle, pero no conocía su idioma. Recurrí inclusive al glíglico, ese idioma como jitanjáfora que inventó Cortázar, pero menos me entendió. Y yo no podía entender como él me entendía, si yo a él apenas le entendía un “sí” y un “no”. El punto aquí es que el debraye estaba cambiando, y que no estaba en mis manos el hacer nada para detenerlo; dejaría que las cosas tomaran su curso. Y así fue.

Una mañana del 21 de enero, casi dos años después de que llegó a mí, el debraye me propuso matrimonio. Él sabía que yo le iba a decir que no, estoy segura… pero aún así, lo hizo. Esa noche, el debraye, desalentado, volvió a su cama y se hizo de noche para los dos. Él se quedó dormido casi de inmediato, y yo tuve que dormir. A uno no le queda de otra más que dormir cuando el día cambia en segundos a noche, como diciéndote que tomar la noche es necesario. Cuando amaneció, él ya no estaba. Se había ido. Lo busqué por toda la casa, le llamé “gárgola”, “horripilante”, “adefesio”, “feo” y “debraye”, como lo que era, porque sabía que me entendía cuando le llamaba así. Nuevamente, lo supe: se había ido.

Normalmente habría caído en desesperación, pues ya no tenía a nadie que me mirara mientras mis dedos desenredaban mi cabello, pero no lo hice. Aunque me dolía, comprendí de inmediato que el debraye debía irse. No me sorprendió que lo hiciera; yo sabía que iba a pasar, cuando comenzara otra vez a vivir. Estaba en el contrato que nunca nos dimos.

La verdad es que aún ahora, a veces lo extraño. Y entonces me pongo a escribir sobre él, con las páginas acartonadas mojándose en la regadera y la tinta resbalando por ellas, y pienso que qué malo hubiera sido que se quedara. Si el debraye siguiera aquí, significaría que no he vuelto yo.


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