Era suficiente ya. Estaba al borde del colapso, se daba cuenta, lo sabía; no le importaba. El momento en que la llamó suya, sucumbió. Seguramente él creía que eran simples letras, pero no… eran letras de escritor. Eran letras suyas.
Nadie sabe mejor que quien escribe qué palabras son las precisas para decir, y nadie sabe decir palabras más preciosas, porque así son las palabras de escritor. Cuando vio lo escrito, sudó frío –una palabra equivale a una mano, rozando la piel erizada con la punta de los dedos-, y un torrente increíble de energía se apoderó de su cuerpo. Quiso huir, salir por la ventana, quemar la casa, largarse lejos… pero no le quedaba de otra más que afrontar lo que sucedía. La cuestión era saber qué sucedía.
Ni él ni ella lo sabían, pero intuían que pasaba algo. Algo indecible. Algo sublime, algo indescriptible, algo que no se podía tocar. ¿Qué pasaba? ¿Sería locura, sería enfermedad? Por más preguntas que se hiciera la niña, no sabría responder ninguna (por lo menos no la principal). A ella le daba miedo la palabra “amor” porque se había dicho que esa clase de sentir le estaba vedado. Y le llamó prohibido. Guardó sus llaves dentro de sí, y se multiplicaron con los años. Y al final, con tantos cerrojos, no creyó que corriera riesgo de quedar fuera de su control; luego, él.
Temió al vacío. No quería suponer la teoría del cosmos como el preludio del universo en que habitaban los dos. No quería llamarle éxtasis, ni llamarle epitafio. No quería admitir que estallaba dentro de sí, que implosionaba como un hoyo negro, que arrasaría con todo… sin embargo. Sin embargo…