Antes de comenzar este ¿relato?, me siento con la obligación de decirles una cosa: esto no es un texto escrito por un genio de la literatura que decidió ponerle un nombre raro a su creación para que fuera más llamativa; no. Este texto no tiene la intención de impactarlos tanto como de hacerlos reír un rato, porque ya saben lo cómicas que pueden ser las incoherencias, y podrán suponer lo infinitamente más divertidas que se vuelven cuando se comparten. Es por eso que he decidido compartir esto: porque lo merece. Porque un buen entretenimiento en equipo es digno de ser visto por el mundo si puede con ello sacar una sonrisa.
En fin, si exquisito o no, les dejo sobre la mesa –o la pantalla- este cadáver a dos tintas –una pluma fuente y un bolígrafo común (el mío)- para que puedan reflexionar un rato sobre la inmortalidad y trascendencia del ocio. ¿Qué dirán los dadaístas después de esto? No lo sé ni lo sabremos; están muertos, pero para eso están ustedes: para juzgarnos.
El cigarro estaba abandonado a la intemperie del cenicero, y la vida no le sonreía; su vida era, más bien, una cruel broma que le jugaba el destino. Él no la entendía, pero claro; nunca tuvo mucho sentido del humor que digamos. Aun así, tuvo muchos amigos en la infancia. La gente lo amaba y lo respetaba porque era calvo, musculoso y ardiente, igual que Jason Statham en El transportador. La única diferencia era que el sujeto calvo no tenía un Audi del año.
El sujeto calvo, musculoso y ardiente, que era, en realidad y de hecho, un cigarro, decidió un día abandonar todo –como el monje del Ferrari- y recorrer a pie Sudamérica. Sin embargo –más sin en cambio-, tenía que comprar unos huaraches que no se destruyeran con tanto caminar, aunque también podía viajar en taxi, pero decidió no hacerlo porque era masoquista y le gustaba sufrir para disfrutar del dolor como un niño ama un helado de chocolate. Este pensamiento le dio hambre, por lo que decidió ir a las aguas de la Zona Azul por un sundae de maracuyá con chispas, para probar que el cielo existe en la Tierra, como Dios manda, y no como el hombre y el cigarro lo desean. Aunque… al pensarlo… ¿Quién soy yo –somos- para saber lo que un cigarro desea? Supongo que desea ser consumido.
Fin.
Aplausos, reverencias, gracias.