…y de pronto, todo cambió. Su mirada alrededor se tornó borrosa, mientras apenas sus pupilas, como abismos, se clavaban en sus manos mojadas. ¿Quién era él? ¿Desde cuándo había dejado de ser quien era? ¿Era… él?
El chorro de agua continuaba empapando sus manos. ¿Cuánto tiempo tenía de que no escribía? Ni él mismo sabía hace cuánto no se había visto reflejado en algún pobre edificio, y reconocídose. Tampoco sabía hace cuánto no se sentía humano, hace cuánto no sentía calor, no saboreaba una fresa, no palpaba otra mano… ¡Pobre Mateo! Siempre creyéndose la gran cosa, ostentando su pose de insuperable, de intocable, de intangible… Él, que se creía fotón en la vida de muchos, acababa de verse las manos y darse cuenta de que, en realidad, él no había alumbrado a nadie. -Tal vez- pensó para sí -incluso los colores que tiñen la piel que muestro ni siquiera sean los míos… Tal vez… yo no soy quien soy.
Los pensamientos, sin autenticidad alguna, se agolparon dentro de su cabeza. Él había crecido con la idea de ser distinto -¿qué es distinto?- y se había creído las historias que nadie más, que sólo él… Había crecido con el pensamiento de que el mundo era suyo, y que podía manejarlo a su antojo, cambiar lo que fuera, a quien fuera… Y de repente, él. ¿Él?
Cerró la llave del agua. El agua dejó de escurrir. Se secó las manos, sin mirar la toalla ni las manos. Con un largo, cansado y quedo suspiro –del que seguramente no se dio cuenta-, avanzó con paso lento hacia su cuarto y se tumbó, perdido en sí, sobre su cama maciza. Su rostro casi inanimado no alcanzaba a expresar su verdadero letargo; su pasividad era inexorable, inamovible. Él creía que era él, pero de pronto supo que no era así… ¿Y qué cara pondrías tú si te supieras no-tú? ¡Pobre Mateo! Quería recordar, quería gritar y pedir ayuda, rogarle a alguien que le aclarara las cosas, que le dijera que no era cierto nada de lo que tenía en la cabeza.
Señor, ¡¿soy yo?!- se imaginaba a sí mismo corriendo, entre las calles mojadas, buscando una respuesta en gente sin rostro. -Señora, por favor, ¡dígame que soy yo! ¡¡¡Míreme bien y dígamelo!!!
Mateo intentó llamarte, pero nunca quisiste responder. O no pudiste. Le llamó también a Mirelle, a Francisco, a su madre… pero ninguno contestó. Desesperado, sin poder salir de su casa, con la locura por cerrojo, se levantó de la cama y empezó a dar vueltas por todo el lugar.
¿Quién soy, quién soy? ¿Por qué ya no me encuentro?
Quería pensar con claridad, pero no podía; la impresión había sido suficiente.
Yo creía que yo te hacía a ti, ¡yo creía que tú eras por mí! ¡¡¡Yo no puedo ser por ti, no puedo ser de nadie!!!
Desesperado, con lágrimas agrias y turbias, corría de un lado a otro; sus manos, como poseídas, se movían en ángulos rectos, con los dedos tensos como agujas. Un hombre había llegado al culmen de su egolatría, y se había derrumbado su torre. Todo lo que encontró fue soledad. El pobre, en un rincón, se apresuró contra el piso y empezó a buscar su imagen en el espejo que había tomado, hacía unos segundos, del baño. Él sollozaba y sollozaba. El llanto le deformaba el rostro, y el miedo, más. Sus manos arañaron el espejo; él se buscaba… No se encontró. Lo único que estaba en el espejo era el techo reflejado, con sus manchas de moho y sus yagas de humedad.
Mateo, al no encontrarse, se quitó la vida en un arranque, con un objeto que nadie reconoció. Después de muerto, ¿se habrá encontrado? Mateo te llamó a ti… Seguramente tú le habrías calmado y le habrías dicho “¡Calma, Mateo! Sí; sí eres tú.”