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Foto del escritorPaola Iridee

El Destino


Eran vacaciones de verano cuando Héctor y yo fuimos a esa feriecita de pueblo donde nos topamos con El Destino. Han pasado ya varios meses desde aquello, pero aún recordamos cómo fue que dimos con ese lugar: Estábamos caminando sin rumbo, después de que ciertos amigos en común nos dejaran plantados en la carretera esa que acababan de construir para llegar más rápido a Cuautitlán. Abandonados y tristes, como lombrices en el pequeño cosmos de una manzana, hicimos de nuestros lamentos los pasos con los que llegamos –por azar- a alguna parte en cuyo nombre sencillamente no me intereso. A lo lejos se veía un montón de carpas de colores, un letrero enorme y uno que otro juego mecánico, y como no teníamos nada mejor que hacer (y ni siquiera sabíamos en donde estábamos), decidimos entrar.

Estuvimos paseando entre los puestitos. Nos compramos unos elotes con mayonesa, queso y chile, un algodón de azúcar morado y enorme, y una “teibolera de moda”, ya saben, esas muñequitas de hule barato que venden, por ejemplo, enfrente de Bellas Artes. No traíamos mucho dinero porque casi todo lo habíamos donado para comprar cartones de chelas (que se quedaron en manos de los güeyes que nos dejaron), por esta razón, nos conformamos con observar los juegos (mientras comíamos elote, algodón de azúcar, y hacíamos bailar a la teibolera); sólo habíamos reservado 30 pesos para regresar. En un momento dado, Héctor sacó su celular y checó la hora.

Teibolera de moda

-Ya es tarde, Juan, y ni sabemos dónde andamos. Ya vámonos, güey.- me dijo, mientras limpiaba con su playera la pantalla de su celular (la había embarrado con queso y chilito). Yo observé el cielo. Estaba naranja. Podría dar una descripción más amplia y mucho más poética del atardecer diciendo, por ejemplo, que era hermoso, que los rayos áureos caían como cascadas sobre la tierra y que las nubes se posaban cual narcisos, acariciando las montañas. Pero no, no lo digo porque suena maricón. Simplemente era naranja.

-Pues vas, güey, hay que preguntar en dónde estamos o qué pedo, pa’ ver cómo nos regresamos.

-Va. A ver, tú, pregúntale a esa morra de allá.

-¡Ja! Pregúntale tú.

-¡Ñah! Pinche Juan maricón…

Dicho esto, Héctor se acercó a la chavita, curiosamente vestida con una pequeña falda de holanes negros, blusa y medias negras, y accesorios púrpura. Como su comentario me había herido el ego, me le adelanté y fui yo el primero en hablarle a la muchacha. Dijo que se llamaba Akuma. Tenía una sonrisa espectacular, que resaltaba con su piel blanca y con su cabello igual de oscuro y corto que su falda. Cuando le pedimos indicaciones, dijo que sólo nos diría si entrábamos a una cierta carpa de telas color índigo, púrpura y dorado, allá donde casi terminaba la feria. Nosotros accedimos porque de todos modos estaba cerca de la salida, y nada perdíamos con entrar –excepto los 5 pesos que nos hicieron pagar a cada uno-. El nombre del puestesito era “El Destino”. Imponente, creo yo, y tal vez un poco pretencioso.

Akuma se fue justo cuando cruzamos la pesada tela que hacía de puerta. El interior estaba oscuro, alumbrado con extrañas velas que emanaban una especie de fuego azul. El ambiente olía a algo así como almizcle combinado con mirra, o a copal con otras hierbas que no sé decir. Aunque por fuera se veía chiquito, el lugar en realidad era bastante amplio por dentro. Una voz profunda y grave, aún femenina, nos guió hasta el otro extremo.

-Bienvenidos sean, Juan, Héctor.

Héctor y yo nos volteamos a ver con sorpresa y cierto terror; ¡¿cómo carajo sabía nuestro nombre?!

-¿Ustedes creen en el destino?- preguntó la mujer de la que sólo se podían apreciar sus ojos azulísimos, mientras exhalaba el humo de una extraña pipa. Héctor y yo nos miramos de nuevo. Sin saber qué decir, respondí torpemente con un “no lo sé”, y después Héctor dijo que “era posible”. La misteriosa mujer comenzó a hablarnos de nuestras vidas. Supo exactamente cuándo había nacido cada uno, qué carro teníamos, en qué universidad estudiábamos, incluso supo que no estábamos pasando por un momento fácil, económicamente hablando. Eso nos lo dijo apenas tocándonos la mano mientras miraba nuestros ojos directamente (por supuesto, a cada quién le hizo una sesión por separado). El simple hecho de que supiera nuestro nombre me había hecho respetarla automáticamente, y tomarla más en serio de lo que jamás había tomado a nadie. Para mí, todos esos tipos eran charlatanes.

Conforme fue avanzando la sesión, me iba intrigando más y más. Me habló de los astros específicos que me aportan su energía, de los círculos que debía cerrar para que nuevas puertas se abrieran, de cuándo sería el tiempo indicado para emprender nuevos viajes… Dios mío, era fascinante. Tenía mi futuro claro y brillante, delante de mí, gracias a esa mujer desconocida con hermosos ojos azules. No sé cómo describir la sensación que tuve al estar ahí; sentía que de verdad lo conocía todo, me sentí imparable… No pude comprender por qué había sido tan escéptico toda mi vida, y me llamé estúpido por eso. Esta mujer tenía un don tal, que creí haberme enamorado de su sensibilidad. En un determinado momento, pausó la sesión de Héctor y nos miró a ambos, alternadamente.

-No tienen cómo regresar, ¿cierto?

Era cierto. No sabíamos cómo volver, ¡por eso habíamos entrado ahí! Akuma ni siquiera había entrado a la carpa, no pudo habérselo dicho ella. Esta mujer era increíble, podía percibir todo… En ese momento, decidí que nunca más volvería a dudar de personas con poderes que muchos llaman “sobrenaturales”.

Después de aproximadamente 45 minutos (dividido entre una sesión para Héctor y otra para mí), la mujer nos dio unos pequeños papelitos bien doblados. Dijo que no lo abriéramos hasta salir, y que lo sostuviéramos con ambas manos, hasta estar fuera de la feria y asegurarnos de que sus puertas estuvieran cerradas. Mi amigo y yo salimos tan conmocionados, que seguimos sus indicaciones al pie de la letra. Algo, una fuerza poderosísima estaba entre nuestras manos, algo que podía cambiar nuestras vidas y que seguramente lo haría. Podía sentirlo.

Después de varios minutos, por fin llegamos a la salida. Un cuate con gorra cerró la puerta de reja justo detrás de nosotros. Ya estaban desmantelando todo. Héctor pasó el papelito a una de sus manos, y la otra corrió a sus bolsillos para mirar la hora en su celular. Yo hice lo mismo.

-Güey… no encuentro mi celular.- dije tanteándome el bolsillo en donde siempre está. Héctor hizo lo mismo, y tampoco encontró el suyo, ni su cartera. Ni yo la mía. Ambos miramos al piso, yo con los brazos colgándome como orangután, y él con una mano aferrada al bolsillo de una nalga.

-Güey… esta vieja nos sacó la cartera. Y los celulares…

El silencio reinó sobre nosotros. Ahora todo tenía sentido…

-“No tienen cómo regresar”, ¿eh? Ahora entiendo. Pinche vieja.- recé entre dientes. Ahora era Héctor quien miraba al cielo. Ya no estaba tan naranja.

-Bueno… pues al menos hay que ver qué dice el papelito que nos dio, ¿no?

-…Pues sí… A ver, ¿qué dice el tuyo?

-“Su marido trabaja con una mujer rubia…” ¿El tuyo?

-“Ten cuidado porque te lo están sonsacando”.

-Ah, no mames…

Así fue como concluyó mi experiencia más cercana con el mundo místico. No recuperamos nuestras carteras, ni los celulares, y bueno… las chelas que pagamos fueron consumidas por los otros tipos ese mismo día. Ese mismo día volví a entender por qué nunca creí en esas cosas. Al menos los elotes estuvieron buenos…

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